La erradicación del hambre desde una perspectiva antropológica: una visión holística

La erradicación del hambre desde una perspectiva antropológica: una visión holística

El presente artículo muestra las principales problemáticas a las que nos enfrentamos para erradicar el hambre, así como las razones de la ineficacia de intervenciones foráneas para atender a crisis puntuales. El texto es una síntesis que trata de poner el foco en las bases sobre las que se cimentan los obstáculos que impiden la resolución de las desigualdades mundiales en el acceso a los alimentos, y que giran en torno al sistema agroalimentario mundial y a la ausencia de políticas que tengan en cuenta las lógicas locales particulares.


Hablar sobre la alimentación desde una perspectiva antropológica implica partir de una premisa sustancial, son los parámetros culturales los que ordenan el acto de comer. La comida es un hecho cultural a través del cual se construye comunidad. Los antropólogos analizamos de qué manera tiene lugar esta construcción de la identidad, individual y colectiva, mediante la comida o la ausencia de ella. Este análisis potencialmente nos revela datos relativos a la estructura y el orden moral de las sociedades.

Establezcamos una diferencia fundamental: comer es un fenómeno social mientras que la nutrición es un fenómeno de salud. La eliminación del hambre a nivel mundial hace referencia a aspectos nutricionales. Toda persona debería de tener a su alcance las sustancias necesarias para su supervivencia y correcto desarrollo fisiológico. No obstante, la comida trasciende esta función biológica y se define como un acto que satisface, así mismo, necesidades fundamentales para el desarrollo socio afectivo. A partir de este axioma, argumentaremos que para conseguir el correcto desarrollo integral de las personas es necesario atender tanto a la satisfacción de la ingesta de calorías necesarias, como a las lógicas internas locales relativas a la alimentación.

Comer implica cuestiones vitales que articulan las relaciones sociales entre los grupos humanos y que “nutren” numerosas formas culturales concebidas como específicas.


El objetivo número 2 de la Agenda 2030 redactada por los países miembros de la ONU en el año 2015, es alcanzar la supresión del hambre a nivel planetario en la fecha señalada.

No obstante, se estima que, si la tendencia actual se mantiene, en el año 2030, más de 840 millones de personas estarán afectadas por el hambre. En el año 2010 esta cifra alcanzaba casi la friolera de los 1000 millones de personas, siendo el 75% de ellas aquellas que están más cerca de la agricultura, es decir, la mayor parte de los afectados vive en el medio rural (Delgado, 2013). Pero, ¿a qué se debe esta incoherencia? ¿Cuál es la matriz del problema o las dinámicas que perpetúan esta crisis humanitaria perenne?

Podemos buscar respuestas retrotrayéndonos en el tiempo. Los territorios más afectados por las hambrunas están localizados mayoritariamente en el cono sur, especialmente en el continente asiático y africano, y coinciden con los procesos de colonización europea y la consecuente destrucción de formas de vida locales. Si seguimos avanzando en el calendario, el punto de inflexión lo encontramos en el desarrollo del sistema agroalimentario mundial en el que estamos inmersos en la actualidad. La lógica de este entramado se sustenta en la apropiación y desposesión de lo local desde lo global, de forma que los recursos se concentran en entidades privadas ubicadas en los países ricos, provocando el empobrecimiento de los tejidos económicos y sociales locales que no pueden competir con el poderío de las grandes empresas transnacionales (Delgado, 2010 y Pedreño 2002).

Para analizar estas cuestiones es necesario partir de una premisa fundamental: las causas de la desnutrición no radican en la ausencia de alimentos, sino en la dificultad de acceso a ellos. Este grave escollo germina en la propia estructura del sistema agroalimentario, por lo tanto, reflexionar sobre el desarrollo de estrategias que consigan erradicar estos desequilibrios lleva aparejado cuestionar las bases que los sostienen. O en otros términos, si no repensamos el propio sistema del que emanan las desigualdades en cuanto al reparto de riquezas mundial y la gestión de los recursos, no lograremos deconstruir las problemáticas que origina.

La explotación sistemática e intensiva de los recursos locales desde lo global conlleva el condicionamiento radical de los procesos que tienen lugar en el interior de los sistemas productivos locales. Hay que significar, que la desestabilización y ruptura de dichos sistemas locales, no solo conlleva la pérdida de la autosuficiencia alimentaria, también implica la desaparición de modos de vida particulares y de los entramados sociales que sostienen las relaciones en el interior de las comunidades (Contreras, 1992 y Delgado, 2010; Delgado y Gavira, 2006; Pedreño, 2002).


Estos argumentos previos se sustentan en los fracasos de las acciones intervencionistas que no tienen en cuenta el contexto ni las distintas definiciones que para cada sociedad tienen nociones como la ayuda o el hambre. En su etnografía sobre los mayas ch’orti’1, Julián López (2001) describe a la perfección la polisemia que envuelve al concepto “hambre” o “desnutrición”. Para los ch’orti’, el hambre está asociado a las representaciones que tienen los alimentos que consumen, en base a su cosmovisión. Las propiedades de los alimentos se miden cualitativamente por lo que la carencia en la ingesta de determinadas calorías, por ejemplo, no se relaciona con el hambre. Los únicos alimentos que pueden saciar el hambre de los ch’orti’ son el frijol y el maíz para hacer tortillas, mientras que la comida extranjera puede no saciar el hambre o incluso ser perjudicial. Además, en este caso, las donaciones de comida foránea no son efectivas, dado que no forman parte del sistema de reciprocidad comunitaria, que es la estrategia que los ch’orti’ han desarrollado en torno a la ayuda a la comida. Por lo tanto, existe una simbología que envuelve, desde luego, el acto de comer, pero también la comida en sí misma. La construcción del hambre está repleta de elementos simbólicos (López, 2001).

Así, ignorar estas realidades deviene en la imposibilidad de desarrollar proyectos que puedan realmente satisfacer las necesidades de las personas receptoras de la ayuda. Los fracasos de las intervenciones externas están relacionados con la ausencia de una visión holística y el abordaje de la crisis del hambre desde una perspectiva en la que la alimentación, la ecología y la cultura son elementos independientes, cuando los datos demuestran que son interdependientes (López, 2001; Delgado, 2010; Delgado y Gavira, 2006; Pedreño, 2002; Contreras, 1992)

En otro sentido, la orientación de las agriculturas locales hacia la exportación para satisfacer la demanda global de determinados productos, lleva aparejada una traslación de los recursos de las sociedades en las que se producen, provocando desabastecimientos en las zonas más productivas que terminan por padecer procesos de degradación socioeconómica (Delgado, 2010).


El desarrollo de políticas alimentarias adecuadas que culminen en la consecución de los objetivos previstos, deben de tener en cuenta las lógicas internas de los discursos locales; estar coordinadas con políticas sanitarias y con el conocimiento de técnicas de almacenamiento y distribución; deben basarse en el análisis previo de la sociedad, teniendo en cuenta que los patrones locales de selección de alimentos dependen de ideologías y supuestos concretos en torno a aspectos fisiológicos, la vida doméstica, la división del trabajo, la salud, etc. (López, 2001).


La erradicación del hambre no tendrá lugar si no atendemos sin demora al desequilibrio de poder existente entre el sistema agroalimentario global y los sistemas locales, así como a las representaciones y narrativas que sustentan la estructura y el orden moral de las sociedades.

1 Esa comunidad se encuentra situada en lo que se conoce como el Corredor Seco, según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que abarca desde la costa del Pacífico desde Chiapas, en México, hasta al occidente de Panamá, pasando por Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y parte de Costa Rica. En la actualidad la comunidad la integran entre 50.000 y 60.000 ch’orti’.


Bibliografía

  • Contreras, J. (1992). Alimentación y cultura: reflexiones desde la Antropología. REVISTA CHILENA DE ANTROPOLOGÍA, Nº 11 (p. 95-111) [en línea]. Universidad de Chile: Facultad de Ciencias Sociales. Disponible en: https://revistadeantropologia.uchile.cl/index.php/RCA/article/view/17643 [2022, abril]
  • Delgado Cabeza, M. (2010). El sistema agroalimentario globalizado: imperios alimentarios y degradación social y ecológica. REVISTA DE ECONOMÍA CRÍTICA, Nº 10 (p. 32-61) [en línea]. Universidad de Sevilla: Departamento de Economía Aplicada II. Disponible en: https://revistaeconomiacritica.org/index.php/rec/article/view/474 [2022, abril]
  • Delgado Cabeza, M. y Gavira, L. (2006). Agricultura y trabajo rural en la globalización. REVISTA ESPAÑOLA DE ESTUDIOS AGROSOCIALES Y PESQUEROS, Nº 211 (p. 21-61) [en línea]. Universidad de Sevilla: Departamento de Sociología. Disponible en: https://idus.us.es/handle/11441/44617 [2022, abril]
  • López García, J. (2001). «Dar comida obligando a repartirla»: un modelo de don maya-ch’orti’ en proceso de transformación. REVISTA DE DIALECTOLOGÍA Y TRADICIONES POPULARES, Nº52-2 (p. 75-98) [en línea]. Disponible en: http://e-spacio.uned.es/fez/view/bibliuned:500383-Articulos-5420 [2022, abril]
  • Pedreño, A. (2002). Trabajo y sociedad en los campos de la globalización agroalimentaria. REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES AREAS, Nº 22 (p. 9-27) [en línea]. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/298780.pdf [2022, abril]

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